Desde el estallido social de octubre de 2019, el malestar en Chile ha sido una constante que no ha encontrado resolución. Si bien la revuelta fue detonada por el aumento en el costo del transporte público, las causas profundas del malestar se encuentran en el sistema económico y social que, desde la tiranía de Pinochet, ha promovido desigualdad y exclusión. En este contexto, el sistema de salud se erige como uno de los principales reflejos de la crisis neoliberal. Las promesas de bienestar y equidad han sido sustituidas por un sistema mercantilizado, donde el acceso a servicios de salud de calidad depende, en gran medida, de la capacidad económica de cada persona o familia.
La salud, que debiera ser un derecho garantizado para todas las personas, se ha transformado en un privilegio. El modelo de salud chileno, dividido entre el sector público y privado, sigue replicando las desigualdades económicas del país. Las ISAPRE, creadas durante la dictadura, han fragmentado el acceso a la salud, promoviendo una sobreutilización de prestaciones para quienes pueden pagar altas primas, mientras que el sistema público, a cargo de FONASA, lucha por sobrevivir con presupuestos escasos y una infraestructura insuficiente.
Este panorama ha generado una percepción generalizada de injusticia. Este sistema de salud dual no solo genera desigualdad en el acceso, sino que también promueve un desvío sistemático de recursos públicos hacia el sector privado. Las Garantías Explícitas de Salud (GES), implementadas en 2005 como parte de una reforma que buscaba mejorar el acceso a tratamientos específicos, han potenciado las distorsiones del sistema. Aunque las GES ofrecen acceso garantizado a ciertas enfermedades, los efectos positivos han sido limitados. De hecho, la burocracia excesiva y el desvío de recursos públicos hacia proveedores privados han agravado el problema.
Este sistema segmentado no solo afecta a quienes dependen del sistema público, sino que también genera desconfianza en las instituciones, uno de los pilares fundamentales del malestar social en Chile. La percepción de que el Estado ha fallado en su papel de garantía de derechos fundamentales es palpable. En salud, esta desconfianza se traduce en el temor de no poder acceder a tratamientos adecuados o en la necesidad de endeudarse para costear prestaciones básicas. El gasto de bolsillo sigue representando cerca del 30% del total del gasto en salud en Chile, una carga insostenible para las familias de ingresos bajos y medios.
El financiamiento de la salud en Chile está profundamente fragmentado y es uno de los principales obstáculos para una verdadera equidad en el sistema. Mientras que el sector privado, representado por las ISAPRE, recibe una parte significativa del dinero de las cotizaciones obligatorias de los/as trabajadores/as, el sector público, que atiende al 82% de la población, se sostiene con un presupuesto limitado. Esto crea una brecha estructural que favorece a los sectores más ricos, mientras que el sistema público se ve obligado a depender de la compra de servicios al sector privado, perpetuando así la lógica de mercado dentro del sistema.
El malestar social en torno a la salud no se reduce solo a la falta de recursos, sino que también está relacionado con la calidad de la atención. La precariedad del sistema público se traduce en largas listas de espera y una sobrecarga crónica en la atención primaria. Esta falta de acceso a la atención primaria, que debería ser el pilar de un sistema de salud eficiente y equitativo, refleja una falla estructural que va más allá de la gestión: es el resultado de décadas de desfinanciamiento y priorización de intereses privados sobre el bienestar común.
La segmentación del sistema también tiene efectos perjudiciales en la salud mental de la población. La ansiedad y el estrés que provoca la incertidumbre sobre el acceso a la salud, la falta de continuidad en los tratamientos y la necesidad de recurrir a soluciones privadas de alto costo, afectan de manera directa la calidad de vida de las personas. El sistema neoliberal no solo fragmenta el acceso a servicios de salud, sino que también descompone la cohesión social, promoviendo una cultura donde la salud es vista como un bien de consumo más.
Frente a este panorama, el estallido social de 2019 abrió la posibilidad de repensar el modelo de desarrollo en Chile. Las demandas por una Nueva Constitución incluyeron el clamor por un Sistema Nacional de Salud basado en los principios de universalidad, equidad y gratuidad. Sin embargo, el malestar persiste porque las soluciones propuestas siguen marcadas en una lógica de mercado que prioriza la eficiencia económica sobre los derechos humanos.
Una de las soluciones más urgentes es la creación de un Servicio Nacional de Salud, que funcione bajo un sistema único de financiamiento basado en impuestos generales. Esto implicaría no solo la eliminación de las ISAPRE como administradoras de salud, sino también un cambio profundo en la forma en que concebimos el derecho a la salud. La salud debe dejar de ser un bien transable en el mercado para convertirse en un derecho garantizado para todas las personas, independientemente de su capacidad económica.
El malestar social que persiste en torno al sistema de salud refleja la necesidad urgente de una transformación estructural. Las soluciones parciales y las reformas superficiales no han logrado abordar los problemas de fondo, como la fragmentación del sistema, la desigualdad en el acceso y la precariedad de la atención. Si Chile quiere avanzar hacia un futuro más justo, es fundamental garantizar que la salud sea tratada como un derecho humano y no como una mercancía.
El estallido social de 2019 fue una manifestación del agotamiento de un sistema que ha fallado en ofrecer justicia y equidad. Cinco años después, el malestar persiste porque las transformaciones necesarias no se han materializado. La evolución del sistema de salud debe ser una de las prioridades en la construcción de un nuevo pacto social. Sin una transformación profunda, que aborde la inequidad y elimine la lógica del mercado en la salud, el malestar continuará siendo una sombra sobre el futuro de Chile. Solo a través de un sistema de salud solidario, universal y sin lucro, será posible responder a las demandas de dignidad que emanaron de las calles en 2019 y que siguen siendo una deuda pendiente con la población chilena.