El reciente y lamentable asesinato del director de UnitedHealthCare (UHC), una de las aseguradoras más grandes de Estados Unidos, ha traído a la palestra la cuestión de la legitimidad de las instituciones encargadas de financiar y proveer servicios tan esenciales como la atención de salud, y su impacto en la cohesión social.
Existe un permanente debate respecto de los mejores arreglos para satisfacer las necesidades sanitarias de la población, y es virtualmente imposible presentar una sola propuesta como “la” forma correcta de hacer las cosas. Algunos principios pueden orientar la tarea desde varios aspectos tales como la eficiencia clínica, el equilibrio financiero o el impacto sanitario, entre otras aproximaciones.
A pesar de gastar mucho, Estados Unidos tiene peores indicadores que el promedio de la OCDE y que Chile. En 2019, antes del impacto de la pandemia de COVID-19, Estados Unidos destinaba cerca del 17% de su Producto Interno Bruto al gasto en salud. Esta proporción resulta por lejos la más alta entre los países de la OCDE, superando en 8 puntos porcentuales el promedio de la organización. Chile destinó aproximadamente el 9,8% de su Producto Interno Bruto (PIB) al gasto en salud.
Por su parte, en 2022, la esperanza de vida al nacer en Estados Unidos fue de 77,43 años, muy por debajo del promedio OCDE de 81 años, y de Chile, con 81,1. En alguna medida, ¿estará el nivel de salud de una población relacionado con el grado aceptación que las personas tengan respecto de la forma en que se financian y distribuyen los servicios de salud?
La legitimidad de un sistema permite un acercamiento ciudadano un poco más razonable que el que muchas veces vemos frente a problemas que son comunes a todos los países. Si bien nadie quiere esperar por una atención, resulta bastante más tolerable cuando los mecanismos detrás de esa espera son conocidos y transparentes, en un sistema en que tanto el financiamiento como el acceso se encuentran regulados atendiendo a la real necesidad de uso y la real capacidad de aporte financiero. Algo similar sucede al enfrentar problemas que requieren medicamentos de alto costo o decisiones de incluir nuevas prestaciones de salud. El trabajo de los servicios de salud es altamente valorado por la gente y está sujeto a un permanente ciclo de mejoras que dan cabida a nuevas necesidades, por lo que la percepción de insuficiencia es la regla.
Cuando toda la población recibe un mismo servicio de salud, financiado bajo el principio de solidaridad y distribuido universalmente, es muy probable que se reproduzcan los problemas sociales estructurales de ese país. Sin embargo, la motivación por resolverlos aumenta en todas las personas (incluidas aquellas con mayor poder) y el sentido de pertenencia a una comunidad permite avanzar de manera transversal hacia la defensa de logros sociales. El avance de una política de atención primaria universal en nuestro país se enmarca en este pensamiento.
Muchas veces la reflexión respecto de cómo funcionan nuestros sistemas de atención ocurre en situaciones de mucho estrés frente a un diagnóstico inesperado, resultando inevitable enfocarse en esta percepción de insuficiencia e injusticia. Y ahí es donde se cae en la cuenta de la propia falta de participación en las decisiones colectivas. Pensar permanentemente en conjunto, a través del diálogo democrático, puede ayudarnos a tomar decisiones en salud más cercanas a los principios de la seguridad social.