Necesitamos renovar el Sistema de Alta Dirección Pública

Necesitamos renovar el Sistema de Alta Dirección Pública

El grave problema que suscitó la última crisis de la Asistencia Pública y que significó la destitución de su director, vuelve a poner sobre el tapete el tema del Sistema de Alta Dirección Pública. En éste como en otros casos de destituciones con menos resonancia mediática, no es posible saber si su salida guarda relación con la idoneidad de los directivos para gestionar los servicios a su cargo, o dicho de otro modo, si hay o no razones de gestión que expliquen la salida de dichos directivos.

La constatación de situaciones como esta, además de otros datos preocupantes, muestra que el Sistema de Alta Dirección Pública adolece hoy de serios vacíos y que es urgente someterlo a reformas que eviten su descrédito. Tal vez una de las situaciones que más afectan la credibilidad y confianza en el sistema, es que la opción de remover a los directivos no está suficientemente equilibrada con la existencia de convenios de desempeño que cuenten con indicadores de gestión que permitan hacerse una idea clara, sobre cuando su salida corresponde a un mal desempeño y cuando es simplemente uso arbitrario de la prerrogativa de la autoridad política.

La creación del Sistema de Alta Dirección Pública con selección de cargos directivos por mérito e idoneidad surge por la necesidad de promover un cambio cultural indispensable para mejorar los servicios públicos. Este sistema tenía la intención de restringir la discrecionalidad de la autoridad política en materia de provisión de cargos directivos. Ese propósito fue asumido por todos los actores como un paso decisivo para avanzar en el camino modernizador de construir un Estado de excelencia, creíble frente a la ciudadanía y eficaz en su accionar. En rigor, lo que el Sistema de Alta Dirección Pública se propuso fue hacer una clara distinción entre los cargos que se entienden renovables de acuerdo a los cambios políticos de gobierno que van ocurriendo en la práctica democrática, de aquellos otros cargos de la gestión estatal que trascienden a los gobiernos de turno y que se basan en las aptitudes y competencias de los funcionarios para ejercer tareas directivas en la implementación de políticas públicas, en la atención de la ciudadanía y en la oferta de servicios de calidad.

La cultura de administración pública que existe en los países desarrollados descansa en una mínima cantidad de cargos de confianza política, entendiéndose que la norma es que la mayoría de los cargos debe ser ocupada por servidores públicos que ponen sus talentos al servicio de las políticas que definen las autoridades que la ciudadanía elige democráticamente. Desde la perspectiva del trabajo en salud, las orientaciones políticas de quienes ejercen funciones técnicas como la dirección de un hospital o la dirección de un Servicio de Salud, no es una variable relevante para el ejercicio de una buena gestión. En salud como en otros ámbitos del sector público, una relación donde el modelo de reclutamiento por mérito es dominado por el poder político, termina afectando seriamente la credibilidad y confianza en el sistema Esta última situación es precisamente lo que viene ocurriendo desde que se creo el Sistema de Alta Dirección Pública, por el uso excesivo de las facultades legales de la autoridad política para remover directivos por concurso público, tanto en este gobierno como en los gobiernos anteriores.

Los datos preocupantes en éste sentido, señalan que menos de un 20% de los directivos seleccionados por el sistema terminan sus períodos y que la duración promedio en el cargo es apenas de 2,2 años. El panorama se hace todavía más sombrío cuando se sabe que existe una directa relación entre la solicitud de renuncia a los cargos y la llegada de nuevas autoridades políticas de gobierno, lo que se expresa en la doctrina de que “lo mínimo que se puede exigir a quienes postulen es que adhieran al proyecto político del gobierno”. Esta práctica, acentuada en el último tiempo, prueba que las expectativas de un desarrollo del modelo meritocrático basado en una dependencia excesiva del apoyo de la autoridad presidencial y del gobierno para afianzarse, dista mucho de ser la mejor herramienta para generar en todos los sectores una cultura de servicio público en la que sea compartida la idea que es posible ejercer funciones directivas con independencia de cuál sea el signo político del gobierno.

Otra arista del problema y que también contribuye a deteriorar la credibilidad del sistema ocurrió en el último cambio de gobierno, cuando muchos funcionarios renunciaron a sus cargos por no compartir la visión política de la nueva administración. Si uno analiza esta situación desde el interés del país, esto también constituye una actitud errada, pues no ayuda a construir una cultura de servicio público. En otras palabras, no ayuda a entender que en un país que aspira a alcanzar el desarrollo, los funcionarios públicos sirven al país desde una agencia del Estado en el contexto de los lineamientos políticos de la opción de gobierno que suscitó el respaldo mayoritario de los ciudadanos.

Sea porque los funcionarios públicos son removidos por decisiones arbitrarias de la autoridad o sea porque ellos renuncian por no compartir las opciones políticas que acceden al poder ejecutivo, el real perjudicado es el país, pues pierde recursos humanos altamente calificados, en los que en no pocas ocasiones ha hecho un importante esfuerzo de capacitación.

El riesgo de desafección y descrédito del Sistema de Alta Dirección Pública, tal cual éste opera en la actualidad, además de dejar planteadas serias dudas sobre la real voluntad política de producir un cambio en la manera de concebir la gestión pública, no favorece ni la permanencia de los directivos seleccionados ni el mejoramiento sostenido de la gestión en los servicios. Las facultades del ejecutivo para rechazar nóminas, despedir directivos y mantener suplentes por un año, prorrogable indefinidamente por la Dirección Nacional del Servicio Civil, requiere entre muchos perfeccionamientos, acotar esas facultades. En salud como en otros sectores donde lo que está a la orden es mejorar la calidad de gestión, para profesionalizar la dirección de los servicios y de hospitales es indispensable asegurar la independencia que la Alta Dirección requiere para su desarrollo. En el mismo sentido, es condición sine qua non que construyamos una cultura de servicio público con profesionales que ponen sus talentos al servicio del país con independencia de su identificación con las opciones políticas que acceden al poder ejecutivo.

Ya va siendo hora que construyamos los consensos necesarios para avanzar hacia el nuevo estándar, aquel que corresponde a la cultura institucional pública de un país que quiere ser desarrollado.

Óscar Arteaga H.

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